martes, septiembre 15, 2009

Libertad.

Tras la avalancha de interrogaciones, me sucedió un silencio sentencioso que duró el tiempo necesario para percatarme de que la simpleza de algunos que se burlaban secretamente de las caras de los terceros que de manera poco sigilosa iban cambiándole el nombre a los recuerdos y a los hechos que se esmeraban en adornar, era sencillo cerciorarse que en la intimidad las personas podemos mostrarnos desnudas en el contexto animal o mejor definición y más exacto sería “bestial”, buscándole faltas no capitales y no fundamentadas por la gracia divina, aunque en la tierra no quepa lo divino, no al menos en el encierro casi subterráneo en la que nos encontrábamos, nadie podía entrar ni salir no por imposición más si por temor, pero no aquel temor físico al atravesársele a uno un nudo en la garganta, era más bien un tema de desconfianza y de tormentos, salir airoso ante una situación que armada o no estábamos fervientes de aliviar, alivio que no llegaba jamás y cansancio mental que nos madrugaba y despertaba cuando un aire de sueño nos quisiera salvar del estado amorfo, la habitación que si bien es cierto era bastante cómoda en términos de calefacción y blandura, nos estaba achurando los pulmones de nicotina, monóxido de carbono y tristeza que se había estado acumulado por días, no sé cuantos días y no se cuantos cigarros me había fumado pero no era importante, no escaseábamos de aquello. Ni de vicios ni de tristezas.

El silencio se transformó en algo más punzante, las horas nos estaban transformando en algo tan monstruoso que me daba miedo tan siquiera ver mi rostro reflejado en el resplandor que llegaba al ventanal desde alguna luminaria próxima y aunque me costó permanecí sentada y corrompida en la silla junto a la escala de tres peldaños que a ratos me hacia imaginar en la penumbra mi saco llenos de aquellos pecados no capitales por lo cual me estaban haciendo responder, objetar, salvar, cobijar y por ultimo y a modo de acortar la noche, justificar. Yo sentada ahora sobre el primero de los escalones (tratando de tapar mis supuestas culpas), observé que poco faltaba para llegar a mi turno y aunque quería razonar respecto mi defensa, no podía tenía el malgastado proverbio de la no planificación, pero el señor del abrigo largo y sombrero negro tipo gangster, que no paraba de insultar a todos y de fumar un puro que no se terminaba jamás mientras insultaba la dignidad de aquella señorita que no dejaba de llorar silenciosamente, como un hada… cuando era niña imaginaba que las hadas lloraban de celos al ver a las princesas “felices por siempre”, pensaba que el escritor de cuentos omitía aquel final tan solo para no agraviar más a la pequeña frágil y envidiosa criatura llena de cinismo. Entonces, me imaginaba que esta señorita era un hada por cuyos ojos corrían lagrimas de cristal que atravesaban sus mejillas sin siquiera mover el mas minúsculo de sus músculos faciales, ella rogaba perdón y me imaginaba que sus culpas eran la envidia que al igual que yo el gran señor del abrigo largo lo había notado, ¡que gran mentira!, la envidia si es un pecado capital según la mayoría. Por lo demás las princesas no son felices de verdad, se lo quería decir pero nadie se podía aproximar a ella. Entonces yo que comparaba mis culpas con las de la señorita/hada/llorona, me obligaba a mentirme y a tratar de justificarme y finalmente a auto/culparme “sería por mi bien” mascullé, y un tipo que no se separaba de la puerta de entrada que era a su vez la de salida se me aproximó, tenía unos ojos preciosos, los cuales no había visto hasta entonces, sin que nadie lo notara me entregó una llave pequeña, como aquellas que celan las alcancías que de niña coleccionaba vacías todas pero de hermosos dibujos y colores. No me dijo nada, una llave… rozó brevemente mi mano y se detuvo una milésima de segundo en la punta de mis dedos, me estremecí por la brevedad y la intensidad, la empuñé con confianza y me percaté que desde hacía años que no sentía confianza en algo o alguien, el retornó a su punto y yo al mío, la confianza. Ahí yacía mi liberación supuse, mi argumento y mi estrategia, no era tan complicado valerme de una palabra tan solicitada por las mujeres y ciertamente aquel que indultaba era hombre y esperé… esperé tanto que entre medio pude divisar aunque fugaces los ojos de aquel celador impecable que me rehuía su bonita vista.

Éramos aproximadamente veinte entre hombres y mujeres, en su mayoría hombres, estaba el hada que de hecho nunca dejó de llorar, una anciana de cabellos largos blancos y enredados que vestía cual si fuese una adolescente, dos hermanas similares físicamente que atadas a sus manos había podido dormir bastante más que cualquiera de nosotros, y otra que en realidad no parecía mujer pero lo era, y yo seis, los demás eran hombres, el señor de la voz desgastada de tanto aspirar aquel puro, unos otros que le acercaban las carpetas en cuyos lomos insertados estaban nuestros nombres, y aquel, el de los ojos lindos que por cierto no me devolvía la mirada que tanto ansiaba yo para terminar las inseguridades que de paso el mismo había comenzado a sosegar.

Llegó mi turno y caminé deprisa a una especie de estrado, la carpeta en cuyo lomo reposaba mi nombre, fue aproximada con una afabilidad que yo misma no reconocía a la distancia, mis ojos bien abiertos observando con extrañeza el ritual del interrogatorio, la voz no parecía tan desgastada desde cerca, tuve que empeñarme en oír mis deterioros y reconocerlos no porque los aceptara sino por que ciertamente todo aquello correspondía cabalmente a mi historial y como una línea de tiempo me fue entregada la persistencia de mis días vividos en unos pocos minutos, del suelo que era completamente alfombrado comenzaron a nacer unas lenguas, largas y rosadas que lamían mis zapatos, sentí asco y repudio e intentaba alejarlas pisándolas fuerte, eran muy ágiles y una de ellas logró sostenerme fuertemente, entonces ante mí apareció una pequeña arca en cuya superficie y tallado impecablemente decía “¿para qué necesitas albedrío?” ¿Esa era mi pregunta?, ¿la que me tocaba responder? Sí, me dijo el señor del abrigo y antes de hacerlo miré fijo a los ojos del interrogante y él me devolvió una mirada de aceptación, cogí con ambas manos el arca, recordé la llave. El señor del abrigo había terminado su puro pero olía a tabaco intensamente, posó su mano en mi hombro y pesaba y pesaba tanto que me desesperé pero aun así lo permití porque a la vez iba absorbiendo mi carga, cuando hubo retirada su mano, lo comprendí todo.


El castigo de los seres humanos, son sus propias conciencias, nada hay que nos dañe más que nuestros propios conceptos de la maldad y el castigo nuestro propio convencimiento… nuestros limites, destrucciones, todo es marcado primero en nuestras mentes, no hay nada que nos haga mas daño que nosotros mismos. La mente es capaz entonces de destruir relaciones, de formular la envidia, de maldecir nuestra propia suerte y esa es nuestra libertad… ahí mismo en nuestro mas vergonzoso interior, esta nuestra más repugnante libertad.